la tristeza del ventrílocuo

martes, 17 marzo 2015. Estoy en la recepción de un hotel. Todos cuchichean sobre por qué estará triste el tipo que hay apoyado en el mostrador. Parece que tiene un niño o un muñeco sobre las rodillas. No comprendo que la tristeza de ese hombre cause tanta expectación. De repente aparece una señora agitando unas cuartillas. ¡Lo tengo, lo tengo!, grita. He hecho un estudio y está triste por la temperatura. ¡Ohh!, exclaman todos. Está triste, ¿porque tiene frío o porque tiene calor?, pregunto. Todos me miran como si hubiera dicho alguna aberración. Me castigan. Tengo que ser yo quien se lo diga, pero el hombre ya no está. Lo veo entrar por una puerta abatible. Corro tras él. Paso por una cocina enorme, por una lavandería, por unas habitaciones vacías muy blancas y finalmente llego a un túnel. En el túnel se preparan dos bandas para una pelea. Son enormes, parecen jugadores de rugby, se arman de palos y barras de metal. Escapo por una puerta lateral que da a una sala llena de máquinas, todo está lleno de grasa. Busco un rincón para esconderme. Ya me encontrarán, pienso. Al cabo de un rato alguien me pregunta si tengo hambre y me da un bol con fideos. La sala es ahora una azotea. Familias enteras se pasean como si estuvieran haciendo tiempo. Una niña pequeña me abraza. Lleva una manta de colores tejida en lana. Al notar el calor de la lana me echo a llorar.