orejas de mar

viernes, 17 noviembre 2023. Llegamos a una agencia de viajes que parece a ratos un banco y otras un bar. ¿Señora, puede atendernos?, dice Alberto a la chica que está detrás el cristal. La chica le dice que qué se ha creído, que es un machista, que seguro que es de los que tienen una foto suya (de la chica) en la pared con una chincheta. Salimos de allí sin entender nada. Le digo a Alberto que debería cambiar de tono, ser menos seco para caer mejor a la gente. Mientras le hablo, ha metido sin querer una pierna en una fuente. Otra vez estamos en la agencia/banco/bar. Otra chica nos atiende amablemente desde una mesa muy baja, como e guardería. le digo que queremos ir a Granada viernes y sábado. Nos tiene un bono para el viernes. Dice que para el sábado no queda ningún hotel libre porque hay un congreso de masoquistas que han llegado en un crucero (señala a una ventana por donde se ve el puerto con un crucero enorme). A la salida nos sentamos en un bar. Le digo algo a Alberto y una chica de la mesa de al lado se mete en la conversación. ¡Búscate tu propio novio y habla con él!, le digo. La chica se levanta y abre un a puerta enorme que hay en una tapia. La tapia, que parecía contener un palacio, en realidad tiene detrás un bloque de pisos. La chica nos invita a pasar a su casa. De golpe ya estamos en el salón, junto a un balcón que da al bar. La madre de la chica nos pone un montón de platos sobre la mesa. Me llaman la atención una especie de setas en abanico. ¿Qué son? Son orejas de mar, dice la madre, son típicas de Salamanca. No entiendo que algo de mar sea típico de allí. Al mirarlas detenidamente veo que son de porcelana. Hago la prueba de dejar caer una y se rompe en pedazos. En ese momento pienso que no sé qué hacemos ahí. Me asomo al balcón, por hacer algo, y veo que ya no da al bar sino al patio de un colegio. Unas niñas preparan una coreografía. Entre ellas mi sobrina Nadia. De repente estamos en casa de mi prima Elisa. Nadia dice que se va, que volverá tarde. Va con top y minifalda. No entiendo que una niña de diez años vaya así ni salga sola. Se lo digo a Elisa con la mirada. Ni caso. Le pregunto a mi tía Encarna, que acaba de aparecer, si conservan un frasco que pintó mi abuela, que lo necesito para que haga de portavelas. Bajamos al sótano y allí está, en una repisa. Un frasco pintado de naranja y purpurina. Está roto, me dice. No pasa nada, después de usarlo os lo devolveré como nuevo.