darío, clara, irina

domingo, 15 febrero 2009. En el suelo, sobre una alfombra, la cabeza de una chica se ofrece a chupar los pies de quien lo desee. Antes de que me dé tiempo a averiguar si hay truco o si lo hace por dinero, tengo que volver a clase. La clase ha empezado. Para entrar debo pedirle al profesor que se mueva, porque está sentado de espaldas justo debajo del marco de la puerta. Habla tan rápido y tan bajito que no se le entiende nada. Me siento en un pupitre, junto a Alberto. Me da un impreso para que lo firme, es de un banco. Dice que lo acaba de repartir el profesor y que lo firme cuanto antes. Pienso que es la primera vez que veo a Alberto casi asustado.
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Parece un restaurante muy caro, sin embargo una mujer antes de sentarse a cenar se quita los zapatos sucios de arena y los coloca sobre la mesa. Los camareros, perfectamente uniformados, cuando retiran una botella de vino se beben los restos a morro. Una pareja, sentada junto a la ventana, pide que le traigan una cámara de fotos. Se la sirven en un plato de postre. Yo estoy pegada a la pared, junto a una mesa pequeña y baja, y tomo nota de todo. Una señora con sombrero se sienta a mi lado, me habla muy fuerte, quiere leerme un poema, el aliento le huele a vino. Un camarero me pregunta si el plato de jamón y queso que hay en el suelo es mío. Salgo de allí saltando por una ventana. Me arrepiento de inmediato: anochece y delante de mí hay una playa desierta donde ya empieza a llover.
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Voy desde Salitre hasta Alcazabilla patinando sobre unos tacones altísimos. Como es de noche, pienso que cuanto menos tarde mejor. He llegado tan pronto que los bares están cerrados. No veo a ningún conocido y siento una tristeza enorme. Las aceras están llenas de huesos de aceitunas. Me doy cuenta de que llevo una bolsa de aceitunas en la mano. Me fijo en un escaparate lleno de bolsos. Los bolsos se transforman en ropa para bebés. Pienso en los hijos de mis amigos, en Darío, Clara, Irina con esa ropa puesta. La tristeza es mucho más que enorme.