doraemon el estilita

viernes, 15 septiembre 2017. Paseo con Alberto y Marcos por una calle llena de barecillos. En uno de ellos hay un pájaro en una jaula. Marcos se acerca, la abre y deja que el pájaro vuelve por el bar. Alguien le grita que hay niños durmiendo y que el pájaro los despertará. Marcos corre tras el pájaro, tropieza con sillas y mesas. Pienso que el grito de advertencia y los trompicones de Marcos sí que habrán despertado a todos los niños del barrio.
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Mi madre, por hacer una gracia, ha colocado a un Doraemon (que, se supone, es mío) sobre una columna muy estrecha de unos cinco metros que hay delante de unas ruinas (se supone que estamos en Grecia). Se ríe, se la ve orgullosa de su hazaña. Para recuperarlo golpea la columna. Es tan fina que temo que se parta (y parece muy antigua). El Doraemon, que tiene el tamaño de uno niño de seis años, cae, rebota y vuelve a rebotar sobre una carretera, para acabar sobre un grupo que hace camping entre eucaliptos. Desde arriba, veo cómo lo esconden bajo un banco de madera. Bajo por un terraplén de guijarros muy resbaladizos. Mi madre me sigue. Le digo que me espere arriba. Nada. Por una parte estoy enfadada con ella, por otro, me hace gracia que sea tan osada. La familia me recibe sonriente, quieren invitarme a comer. Les digo (sabiendo que lo esconden) si han visto un gato azul cabezón. Niegan. Insisto. Nos ha caído un oso del cielo, dicen finalmente. Les explico quién es Doraemon y que es mío. Como respuesta, una señora abre una caja enorme de bambú y me explica que es una barbacoa que ella misma ha inventado. ¡Y no pesa nada!, jalean todos felices.
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Enrique nos espera a la salida de una casa que se parece a la que yo iba en verano de niña. El jardín da directamente a la arena de la playa. Hay mucha luz. Caminamos pegados a un muro encalado que se vuelve amarillo con el sol. Casi no hablamos, se está bien.