muertos que hablan y vivos invisibles

viernes, 22 abril 2011. Estoy en el hall de un hotel esperando una llamada. Veo que pasan unas chicas que vuelven de la piscina, descalzas, envueltas en toallas. Pienso que yo también puedo quitarme entonces los zapatos. En ese momento suena el teléfono. Es Juanra, me cuenta cosas con su acento canario tan dulce. Dice que a las siete nos veremos, que no me olvide. Le digo que sí, aunque sé que está muerto, que allí estaré y no se preocupe por nada. Cuando voy a coger mis zapatos para irme, hay dos pares. Tomo un par en cada mano y me voy.
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Pablo está al fondo de un bar rodeado de chicas. Todas llevan gafas de pasta color negro. Pablo me recuerda que tengo que escribir algo sobre platos malagueños de mi infancia. Le explico que mi abuela era gallega y mi padre vegetariano y que mi alimentación no ha sido muy andaluza que digamos. Les cuento que yo comía pote y orellas, y de los pañitos de croché que hacía mi abuela. No me hacen caso. Pues ya no os cuento que se los he puesto a un vestido. Nada. Pues ya no os cuento cuando luché contra los leones. Nada, ni siquiera eso llama su atención.
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Subo con Ana hacia la calle General Ibáñez. Me habla de sus dos hijos, el pequeño acaba de cumplir tres años. Yo sé que no tiene dos hijos, pero no le digo nada. Le digo que su hijo pequeño se llevaría muy bien con mi sobrino, que también tiene tres. Le voy contando cómo presenté a mi prima Elisa y a mi amigo Andrés, que se casaron y su hijo nació el día de mi cumpleaños. Mientras le hablo, Ana se ido convirtiendo en una niña, salta dentro de cada charco que ve, la llevo agarrada de la parte de atrás del cuello del vestido para que no se caiga.
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Juan está sentado en un sofá rojo. Delante tiene un bol con agua y un montón de hojas de papel de horno. Se le ve muy triste. Hace bolas con trozos de papel, las moja en agua y se las va comiendo. Le hablo, me acerco a él, lo abrazo, le digo cuánto lo quiero, pero no puede oírme ni verme porque soy invisible.