no quedan patatas

lunes, 26 marzo 2018.  Le enseño a alguien la terraza. No se ve absolutamente nada, es de noche y no hay ninguna luz encendida. Un chico se me acerca. Yo comería algo, son más de las diez y no vamos a llegar a las campanadas, dice. No pasa nada, prepararé algo en menos de media hora, postre incluido, respondo. Al encender la luz de la cocina se abre un grifo que hay en la pared y empieza a formarse un charco. No hay manera de cerrarlo. Echo trapos al suelo. ¡No quedan patatas! Mis sobrinos, como si fueran soldados, dice: A la orden. Y desaparecen escaleras abajo. Pienso que quizá se las vayan a pedir a algún vecino.
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Voy en tren. Entrevistan a una chica. Cuenta que estaba prometida, pero que aunque todos piensen que él es muy educado, no lo es. Bueno, sí lo es, dice avergonzada. Salgo del vagón y del tren indignada. Alberto ha sacado las maletas, algunas están rotas. las mete en el asiento trasero del coche, me pide que lo ordene todo mientras va a por los amigos. De repente estoy en una calle vacía del puerto. Ordeno lo que puedo. Hay ropa sucia, y cartas abiertas escritas a mano. Pienso que no son nuestras cosas. Pasa un chico en bici, se para, lo miro amenazante y se va. Pienso que tengo que llevar de nuevo el coche hasta la estación y tengo el carnet de conducir caducado. El coche se pone en marcha a penas toco la palanca de cambios. Conduzco muy despacio para no tener problemas. Pienso que si no conduzco con naturalidad será cuando me paren.
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Salgo de casa de Rosamari. No recuerdo que hubiera iglesias en esa calle. Edificios enormes de piedra gris con columnas y santos. Bajo una escalera de asfalto. Temo que esté recién puesto y quedarme pegada. Bajo de puntillas por la barandilla. Al llegar a Fernando el Católico veo a Zayas de lejos. Me saluda entusiasmado, me abraza, me besa un montón de veces. Me pregunta qué hago por allí. No sé bien que decirle porque a cabo de darme cuenta de que ya no vivo en ese barrio y la casa de mi abuela hace tiempo que no existe.