gambas y diamantes

martes, 6 septiembre 2022. Estamos en una plaza. Un chico se acerca, saluda familiarmente y nos cuenta cosas como si nos conociera de toda la vida. No sé qué dice porque sigo pensando en mis cosas, solo asiento de vez en cuando. Yo te acompaño, dice de repente. Al levantarme para ir con él, me doy cuenta de que llevo una bata muy mullida de felpa y unas zapatillas a juego. Me levanto y voy con él a la que se supone es mi casa. La puerta es de madera muy vieja (no encaja, es más corta, más estrecha, deja huecos por los que cabría un gato). Aquí es donde te hiciste la foto del libro, dice. Le digo que no, que no era ahí. Estoy por decirle que es la primera vez que veo esta casa supuestamente mía, pero no digo nada. La llave es enorme, de hierro, como en las antiguas casas de pueblo. Entramos. Todo está revuelto. El chico, como si conociera la casa, va directamente a la cocina, lo oigo trastear. Veo un contestador de los antiguos con la luz parpadeando. Escucho un mensaje de mi madre. Cuenta que fue con mi tía en algún sitio y estuvieron esperándome. Su voz es joven y animada. Mira, la voz de mi madre, le digo al chico. Quiero escuchar los demás mensajes, pero sin querer los borro. Me pongo a pelar gambas. El chico me pasa un plato con gambas peladas. Hemos tenido la misma idea, dice.
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Veo en una revista la foto de los ojos de un sapo. En cada página aumentan la foto hasta que solo se ven infinidad de puntitos. Parecen diamantes. Alberto dice que hizo eso mismo con una foto de no sé quién y descubrió que tenía algo metálico en la cara. Sería purpurina de la pintura de ojos, le digo con desprecio.