lunes, 23 diciembre 2024. Estamos en el comedor de la casa de mi abuela. Tengo algo en el fuego. Miro de vez en cuando. De repente veo que salen llamas al pasillo. Con mucha parsimonia, le digo a mi familia que hay un incendio y salgan al jardín, sobre todo porque la bombona puede explotar. Si tenéis algo de valor de la cocina hacia dentro me lo decís y voy, les digo. Nadie dice nada y salen ordenadamente. Abrigaos antes de salir que no quiero que nadie se resfríe, les digo. También ordenadamente van poniéndose ropa de abrigo que hay en el perchero de la entrada. Cojo mi mochila, salgo al jardín y llamo al 112. En ese momento explota la bombona.
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Vamos en bus por la Alameda. Algunas pasajeras cantan felices un himno que el ayuntamiento le ha hecho a su barrio. Pienso en lo fácil que es contentar a algunas personas y conseguir votos. Nos bajamos y, al pasar por delante de Antigua Casa de Guardia, vemos que la han convertido en Primark. Salen Caía y una amiga (idéntica a ella pero amarilla, como si fuera un personaje de Los Simpsons). Las dos llevan un ramo de flores. Hola amiga, me dice tocándome el brazo con cariño. Me extraña su actitud, pero me alegro mucho de verla tan guapa y tan joven, igual que hace veinte años. Estoy cansada y quiero irme a casa, pero Alberto dice que nos tomemos algo. Caína cuenta que tuvo que mudarse y ahora tiene un apartamento cerca de la Alcazaba. Al alegrarme, me dice que no, que no tiene ventanas, ni balcón siquiera. Las terrazas y balcones deberían ser obligatorias por ley, le digo. Se ríe y se me cuelga del brazo. Seguimos hasta Alcazabilla, hay una verbena con música y bombillitas de colores pálidos que le dan un toque nostálgico. Como voy fijándome en las luces me desvío de camino (la verbena queda abajo), tropiezo con una maceta enorme y, para que no le caiga encima de nadie, hago malabares con las piernas. Acabo en el suelo, boca arriba, sosteniendo la maceta sobre los pies. Todo el mundo me mira. Me río a carcajadas imaginando la imagen que estoy dando. De repente hemos llegado al apartamento, que no es más que una habitación larga vacía. Llegan tres tipos con pinta de haber estado en la cárcel, con tatuajes hasta en la cabeza y la lengua. Se presentan muy educadamente, dándome la mano. Me dicen sus nombres (muy raros, no los recuerdo). Me preguntan el mío. Isabel, les digo. Por fin un nombre normal, dice el más grande. Aparece Oeste, le dice que de normal nada, que soy escritora. Le doy una patadita disimuladamente para que se calle. Empieza a llegar gente hasta que el apartamento está hasta arriba. Al fondo veo llegar a Camilo y Pablo (no me pega nada que vayan juntos). También están igual de jóvenes que hace veinte años. Tropiezo y vuelvo a caerme de culo. Camilo se acerca a levantarme. ¡Amiga, cuánto tiempo! Me alegro mucho de verlo, pero a quien quiero abrazar es a Pablo. Pablo también se va volviendo amarillo según me acerco. Lo abrazo. No te acerques mucho que contagio, dice con voz de catarro. Mientras no contagies a Alberto..., le digo.