viernes, 31 diciembre 2021. Isabel y yo estamos en, lo que se supone, la cubierta de un barco pero que parece un patio de colegio. A ratos todo es blanco y hay mesas con poetas haciendo deberes, a ratos todo es oscuro de ladrillo rojo y culturistas con bañadores ridículamente pequeños hacen posturitas para ellos mismos. Isabel a ratos es Bárbara. Dice que le gusta aquel (el más chulito). A mí me repugna, digo, tiene demasiado músculo, la piel color marrón y las pantorrillas parecen dos palos. Es mejor que los veamos con rayos-X, dice. De repente todo se ve todo negro y a ellos siluetas fluorescentes. Me gusta ese, digo señalando a Salvatore. Tiene las piernas perfectas, fue jugador de balonmano. Se nota, se nota, responde, pero fíjate que tiene el pelo blanco. Para eso no hacían falta rayos-X. Nos reímos. Le digo que somos amigos desde que teníamos quince años, que incluso nos llamamos hermano/hermana. La luz vuelve a ser blanca y vuelven los poetas en mesas individuales haciendo deberes. Antonio Jiménez Millán me saluda. Me ha enviado mi mujer, se excusa sin dejar de hacer planas. ¿Llevas dos gafas?, le pregunto. Se encoge de hombros como si tuviera cinco años. Una poeta mayor se me acerca, dice que podríamos pasear por cubierta, que si yo quisiera haría que tocara la tuna para mí (intenta meterme mano). Le digo con cierto tonito que nunca me ha gustado la tuna, para que entienda lo que no me gusta. Isabel me hace un gesto desde lejos como diciendo: ¿Vas a perder esa oportunidad?
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Estoy en casa. Es mi casa pero está distinta. Las paredes empapeladas y en el suelo hay moqueta. En vez de dos puertas hay tres. En el rellano hay un montón de ropa recién recogida del tendedero. Oigo que sube el ascensor, cojo la ropa y entro por la puerta de servicio. Dejo la ropa sobre la cama y, en ese momento aparece el culturista chulito del otro sueño. Se pone a empujar muebles hasta convertirlos en acordeones. Le grito que pare.