beckett y la mujer del oso

viernes, 4 enero 08. Estoy con Óscar en una librería. Las paredes son de cristal y dan a una biblioteca de varios pisos. Le digo que me recuerda a una biblioteca que visité en Buenos Aires, y que lo que más me gustaría en ese momento sería estar allí, tomando un café, en la cafetería de la biblioteca. Me mira sorprendido y me señala con la mirada que es ahí donde estamos. Me fijo en los estudiantes que nos rodean y, efectivamente, tienen acento argentino. Debajo del mostrador descubro algunos ejemplares de un libro descatalogado de Beckett. Aunque yo ya lo tengo, compro dos: uno para Óscar y otro para Juan. Cuando voy a enseñárselos, Óscar ha desaparecido. (Todo este sueño transcurre en blanco y negro).
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Una chica hace performances en su casa, con aceitunas, cables y platos rotos. Por la ropa que lleva parecen los años veinte, y yo, desde donde miro, pienso que es una adelantada a su tiempo. Aunque sólo soy observadora, intervengo en algunas cosas, por ejemplo, si se ha dejado las aceitunas sobre la tapa del váter, las devuelvo a su sitio y apago la luz del cuarto de baño. También intervengo cuando descubro a la chica enterrada en nieve bajo un árbol. Aparto la nieve y descubro que tiene todo el cuerpo ensartado en flechas. No hay sangre, no se queja. Llamo a gritos a otra chica que pasa por allí. La chica se acerca y le arranca una a una todas las flechas. Después cubre las heridas con hojas secas y, muy dulcemente, le dice que no debería dormir a la intemperie sino buscarse, como hizo ella, un buen oso que la cuidara.