casas vacías

jueves, 4 septiembre 2008. Estamos en casa de Héctor. Es una casa con habitaciones cuadradas enormes, con tan pocos muebles que parece que el sueño es el blanco y negro. En mitad de salón hay una mesa de camilla cuadrada del tamaño de una cama de matrimonio. Cenamos. Mientras hablo con un chico que no conozco, pienso que se parece mucho a Juan Ramón. Me dice que va a preparar la cena. No entiendo nada, porque ya hemos cenado. Como si Héctor pudiera saber lo que estoy pensando, se acerca y me dice que lo de antes era una merienda-cena y ahora llega la cena de verdad. Justo en ese instante, el falso Juan Ramón intenta meterme un chanquete crudo en la boca. Aprieto los labios. Se ríen. Le digo que no como chanquetes porque soy vegetariana. Alberto me hace una seña desde la puerta, me despido de todos con la mano y salimos a la calle. La calle es una escalera con arriates llenos de flores, que pisamos sin darnos cuenta porque todavía es de noche. Buscamos el coche, pero no damos con él. Recorremos todo el pueblo hasta que empieza a amanecer. Cruzamos de una calle a otra por una iglesia protestante donde en vez de velas hay huevos de pascua de colores. Al salir, en la otra calle, unos estudiantes están levantando el asfalto y colocando en su lugar piedras de la playa y canicas. Pasamos de puntillas para no estropearlo. Llegamos a un descampado, ha amanecido y seguimos sin encontrar el coche, así que nos sentamos en la cuneta a descansar, junto a un montón de aisladores de cerámica blanca con forma de flores. Decidimos quedarnos a dormir, subimos a un piso con una cristalera enorme que da al mar. No hay muebles ni cortinas. Una tormenta, le digo a Alberto. Pero al acercarnos al cristal para verla mejor, vemos que en realidad es una feria, y lo que parecían rayos son fuegos artificiales.