rabo karabekian

lunes, 1 septiembre 2008. Hablo por teléfono con Javier La Beira desde una terraza enorme. El teléfono está colgado en la pared al lado de una manquera. Javier me pregunta cómo estoy y le respondo que sigo perdiendo la memoria, que por ejemplo ya no recuerdo quiénes eran los mongoles. De repente me quedo callada y le pregunto qué me había preguntado. Javier no dice nada. Yo intento que no note que estoy llorando.
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Estoy en la cama y oigo cantar a un pájaro. Más que cantar parece que habla. Noto que el pájaro se va acercando a la puerta del dormitorio que da a la terraza. Para no asustarlo, me escondo debajo de la cama.
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Una chica con los ojos muy redondos, que en el sueño se supone que es mi hermana, se sube con zapatos a la cama para salir del dormitorio y pisa mi vestido. Le deja dos huellas impresas. Discuto con ella, le digo que se comporta así porque jamás ha pensado en los demás. Ni se inmuta. Entro en una cocina de suelo de barro y sin paredes. La cocina da directamente a un monté de piedras del mismo color que el sueño. Me pongo a barrer. Según paso el cepillo del suelo brota aceite. Miro en el recogedor y encuentro un fajo de dólares, unas quinielas y un pasaporte caducado de mi suegro. Le pregunto a Alberto si puedo quedármelo de recuerdo. En él, sale su padre muy joven vestido de militar. Mientras tanto, Ayllón desde detrás de la puerta me pregunta dónde está el libro "Barbazul" de Vonnegut. Date prisa, está aquí, dice. ¿Rabo Karabekian está aquí?, le pregunto sorprendida.
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Muñoz Quintana y yo estamos sentados en una plaza, tapados con una manta, mirando cómo un montón de gente baila espasmódicamente. Son franceses, le explico, y los franceses bailan así. Voy traduciéndole la canción. Ayllón aparece con un tipo vestido de celeste, muy cursi, y dice que le guardemos algo. Nos entrega un papel de seda rosa que parece de una tintorería. Pienso que va a meterse en un lío. Le doy el papel a Muñoz Quintana y le digo que lo guarde él porque yo seguro que lo pierdo.
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Alberto está de pie en la acera de enfrente resguardándose de la lluvia, pero en realidad no llueve. Le señalo el suelo. A su lado hay un plato lleno de estampas de futbolistas. No las coge. Algo me impide cruzar la calle para estar con él. Llega mi prima Cristina cargada con carpetas y comienzan a andar calle abajo. Pienso que si dejáramos de vivir juntos, necesitaría seguir viéndolo al menos un rato cada día.