soledad

martes, 28 diciembre 2010. Mi abuela y mis tías hablan de mí como si yo no estuviera delante. Sé que lo hacen para provocarme. ¡Imbécil!, le grito a una de ellas. Me levanto, le doy un beso a mi abuela y me voy.
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Alberto conduce sin luces por calles sin iluminar. Pienso que vamos a matarnos. Al llegar a una escalera, temo que quiera subirla con el coche. Hemos llegado, dice. Nos bajamos y caminamos al borde de una carretera. El arcén está lleno de plantas secas que se me clavan en los dedos de los pies. Voy descalza.
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Mi madre señala con el dedo, descaradamente, a unos tipos. ¿A eso se le llama estar cachas?, dice en voz demasiado alta. Mi padre me mira para que haga algo. Yo me alejo. Andrés dice que nos tomemos la última mientras esperamos. Nos sentamos en el alféizar de una ventana que empieza a elevarse. Temo perder los zapatos. Me los quito y se los doy a Andrés, pero Andrés es ahora Juan. Le pregunto qué tal está. Como toda respuesta hace un gesto con la cabeza para que mire a sus espaldas. Hay varias chicas preciosas, desnudas, en una especie de piscina de obra llena de un líquido marrón. Me tengo que ir, le digo. Una de las chicas me da las gracias por haberle dado las instrucciones. Ya sabes, dice y me guiña. No sé de qué me habla. Cuando vuelvo donde estaban mis padres, los veo ordenar maletas en dos coches enormes. Pelean por cuál está mejor ordenado.