embudo

miércoles, 18 septiembre 2019. Salimos de un restaurante. Como teníamos prisa me llevo la bebida (una lata de un líquido vegetal al que han puesto un embudo dorado para que parezca una copa de champán). Por la calle me doy cuenta de que me he llevado el embudo. Vuelvo, se lo doy a la chica de la barra. Me mira asombrada y me da las gracias. Al salir, la calle ha cambiado. No hay aceras, los edificios parecen montones de escombros. Hay grupos de despedida de soltero disfrazados de flamenca (disfraces muy cutres). Míchel dice que Alberto tenía prisa y se ha marchado. La luz es triste, como si lo mirara todo desde detrás de un cristal tintado sepia. De repente, sobre un solara, hay un montón de piedras imitando una playa. Incluso hay niños en bañador jugando con cubos y palas. Míchel y yo no nos lo pensamos: nos ponemos de rodillas a rebuscar entre los montones la piedra negra más bonita. Detrás de un montículo (que no sabemos bien si son piedras verdes o pimientos fosilizados) hay esqueletos de erizos. Decepción: son de cerámica. También hay muñecos Dunkin. Busco el oso, para regalárselo a Begoña. Nada. Va pasando el tiempo, no consigo decidir cuál me llevo. Miro a mi alrededor. No queda nadie, Míchel también se ha ido. Comienza a anochecer. Me voy sin piedra, sin erizo y sin muñeco.