sábado, 30 noviembre 2014. Salimos de una fiesta en un piso. En el rellano, observo que todos los invitados se han llevado algo de recuerdo (Perkins, por ejemplo, una cabeza de Ramoncín de escayola con los labios rojos y una cresta azul). Vuelvo para coger algo. La puerta es ahora una cuerda con una camisa hawaiana tendida con dos pinzas de madera. ¿Me la llevo?, pregunto. Los dueños de la casa se ríen, creen que estoy de broma. Bragas también me vendrían bien, les digo para que sigan riendo. Marcho sin nada. Ya en la calle es de noche. Alberto intenta sacar algo de un buzón. Yo sé, le digo. Me quito el anillo de la mano izquierda y uso los dedos como pinzas. Saco varios sobres. Alberto los mira y los tira a un montón de basura que hay junto a la acera. El montón de basura es, sobre todo, lámparas flotantes (de esas que echa la gente al mar para conmemorar algo). Están nuevas, me da pena dejarlas allí, pero tampoco las necesito para nada. Mientras decido si llevarme alguna Alberto ha desaparecido. Por más que subo una cuesta (que se supone que lleva a casa) no lo veo.