lunes, 2 diciembre 2024. Estoy en casa de mis padres. Me concentro, encojo las piernas y quedo suspendida en el aire a medio metro del suelo. Aprieto los brazos con los puños cerrados como si hiciera pesas. Mira mamá, he inventado la microgimnasia, le digo.
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Mi tía E se levanta de la cama. Le ofrezco una capita de lana azul marino que se supone ella misma tejió (aunque lleva una etiqueta en el cuello). Si quieres puedes pasarte a la mecedora, es comodísima, le digo (es de anea con las patas traseras más cortas; además de mecedora, tiene ruedas). De repente paseo por las calles estrechas y encaladas de un pueblo (se parece a Estepona). Se supone que busco a mi hermana y mis primas. Salieron a jugar y no han vuelto. Una vecina me dice que les vio en la plaza. No sé de qué plaza me habla. Me cruzo con una chica que lleva un perro enorme (no se sabe quién pasea a quién). Tira de ella tan fuerte que la hace avanzar unos diez metros. Casi me tiran al suelo La chica me mira avergonzada. Le digo que no se preocupe, que le mire el lado bueno, que puede ahorrarse el autobús a Marbella. La chica frena en seco y deja escapar al perro. No te entiendo, dice. Digo que a esa velocidad, en cinco minutos llegarías a Marbella arrastrada por tu perro. Era broma, añado. La chica sigue sin entender, mira al cielo y dice que va a empezar a llover. Sale corriendo. Quieres que te lleve, dice. No te preocupes, vengo motorizada, respondo y me siento en la mecedora (que de repente está a mi lado). Cruzo un puentecillo de madera sentada en la mecedora (más que rodar, vuela) y vuelvo a estar en las calles estrechas y encaladas de antes, solo que ahora son en blanco y negro.