el sombrero naranja de la risa

jueves, 17 abril 2025. Se supone que volvemos de una excursión. Empieza a llover. Nos resguardamos en una copistería. Junto a la pared veo algunas de nuestras cosas que ya estaban allí al entrar; se supone que las dejamos allí hace días para que no estorbaran en casa). Le digo a Alberto que igual es hora de llevarlas a casa, que estamos abusando de ese negocio y que encima no los conocemos de nada. Les da igual, responde. Efectivamente, las chicas no han reparado en las cosas ni en nosotros (que nos cambiamos de ropa delante de ellas). Salimos a la calle con ropa seca pero volvemos a mojarnos. Saca el sombrero naranja que le compré (para reconocerlo cuando está entre mucha gente), y se lo pone. Se ríe. Yo saco mi sombrero de agua y encima me pongo la capucha del anorak. A Alberto el hace mucha gracia, me da la mano para que no nos perdamos (hay mucha gente en la calle escapando de la lluvia). Llegamos a una especie de pasaje. Al ir a entrar en nuestra casa. me quedo parada. Aquí no es, digo. Alberto vuelve a reírse. Te he dejado que te equivocaras por ver dónde acabábamos, dice. Hoy le hace gracia todo, pienso.
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Se supone que estoy en casa pero se parece más a la casa de mis padres. A mi derecha, en el sofá, hay una chica rubia con sus dos hijos, un niño de unos tres años y un bebé. El niño lloriquea porque tiene sueño, tira de su madre. El bebé protesta, dice que el niño siempre se sale con la suya y va a la cama antes que ella, que ella debería ser la prioridad puesto que no tiene ni cuatro meses. Parece que soy la única sorprendida de que el bebé hable y argumente tan perfectamente. La madre, pasando de todo, le dice a Alberto que todavía no se ha leído el libro que le recomendó, que en su casa no hay libros, que si se puede llevar alguno de los nuestros. Me sorprende que Alberto recomiende libros a una vecina y que ella se levante y rebusque entre mis libros. La habitación se va agrandando hasta convertirse en un salón cuadrado con una alfombra en el centro rodeada de camas turcas (parece una tetería). También se ha ido llenando de amigos (aunque solo reconozco a Andrés y a Francis). La chica se queja de que llaman mucho a su casa para venderle cosas, que no sabe de dónde habrán sacado su teléfono porque acaba de mudarse. Le digo que no se puede fiar de nadie, que hasta el Colegio de Médicos vende datos, que lo sabemos porque el apellido de Alberto estaba mal y empezamos a recibir publicidad de otras empresas con ese mismo error. También le aconsejo que responda con cualquier barbaridad cuando la llamen, como hizo Andrés cuando llamaban a  m prima de El Corté Inglés. Andrés se acerca, pienso que va a contar él la anécdota, pero dice que se la cuente yo. Se la cuento. La chica me pregunta si he fumado algo. No he fumado en mi vida, le digo. ¿Y por qué ves purpurina en las caras de esa gente?, dice. efectivamente veo purpurina en las caras de todos. Pienso que alguien la traía y al saludarse con dos besos se la fueron pegando unos a otros, pero no digo nada. Me he hartado de ella, no sé qué hace en mi casa porque ni siquiera sé su nombre. Me levanto a recoger restos de comida de la mesa. Francis me pregunta si ya tengo las notas. Le digo que no pienso ir a recogerlas, que me dan igual. Eso es que has suspendido, dice. Andrés le dice que no con un gesto, que aprobé todo.