miércoles, 7 mayo 2025. Cenamos, con los que se suponen son nuestros vecinos, en un patio encalado con una mesa larga. No conocemos a nadie. Se nota que quieren causar buena impresión, con velas y flores en la mesa. Me sirven unos espaguetis pegajosos. No digo nada. Justo en el momento que voy a empezar a comer, Alberto pone un mi plato un trapo sucio tan pegajoso como la comida. Lo miro asombrada. Come, dice muerto de risa. Los demás no saben si reír, mantienen el tipo. Me levanto y me voy. Para llegar a casa de mis padres tengo que trepar por un montículo de tierra seca color ladrillo (parecido a un termitero), que se me mete en las uñas. Cuando llego arriba, veo que en la calle hay varios coches de policía y varios ladrones tumbados boca abajo sobre el asfalto. Lo veo todo desde arriba como en una película. Me pregunto cuándo podré bajar y, sobre todo, cómo porque la altura es enorme y la pared del otro lado del termitero demasiado vertical.
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Estamos en una sala de cine estrecha que parece un autobús. No recuerdo qué estamos viendo, pero yo me aburro muchísimo. En ese momento la sala se convierte en un autobús de verdad. Una abuela y su nieta suben. El bonobús no tiene viajes. El conductor les dice que se bajen. La señora le pide que deje a su nieta ir hasta la siguiente parada, que allí la espera su madre y ella le pagará. El conductor se niega. Varios pasajeros nos levantamos a pagarle el billete. De repente el autobús se convierte en un patio estrecho con paredes de ladrillo donde dos señoras mayores recitan sus ripios. El público aplaude exageradamente. Después un chico, con la cara pintada de blanco y los labios rojos, se tumba boca arriba en el suelo y recita algo tan flojito que no se oye. Yo llevo unas botas que al mínimo movimiento me hacen botar y elevarme a una cuarta del suelo. Intento no moverme para no llamar la atención, pero el chico se da cuenta y, como si fuera un caracol, se esconde debajo de una de las mesas.