domingo, 27 julio 2025. Voy por Alcazabilla arriba con Alberto y Joan. Han puesto bares a la izquierda. Uno de ellos tiene un columpio de madera en vez de sillas. Joan se sienta, una chica de otra mesa le dice que el columpio es solo para niños. No le hacemos caso. El camarero trae unos rollitos negros brillantes (me recuerdan a las babosas que quedaban sobre la arena cuando bajaba la marea). De repente, Alberto dice que va a pasar el autobús y tenemos que irnos. Allí quedan las tapas sin probar. Me alegro porque me pareció que se movían.
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Voy por las calles de un pueblo que no conozco. Están en fiestas, oigo el murmullo de la multitud a lo lejos. Llevo tacones muy altos (los que llevé a la boda de Tony) y la falda beige estampada que también tiene muchos años. Como solo he abrochado los primeros botones, al andar, deja ver las piernas (parecen largas y preciosas). Las calles están vacías y mal asfaltadas, es de noche, pero me siento tan guapa que avanzo segura y feliz. A ratos hasta me permito correr (no doy ni un traspiés). Llego a un descampado con una cancha de fútbol de tierra, muy precaria. Nadie. Sigo el murmullo, pero todo está vacío. Tampoco me importa, me siento bien andando sin llegar a ninguna parte.