domingo, 8 noviembre 2020. Estamos en casa de Begoña. Comienza a llegar gente y se van sentando a comer en distintas mesas que hay en un salón enorme. Alberto se acerca a la ventana y alguien desde la calle dispara. Él no se hace nada, pero el cristal queda esparcido por el suelo. Nadie si inmuta, todos siguen comiendo.
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Se supone que seguimos en Galicia y hemos salido al campo a caminar. Nos acompaña Carlos. Llegamos a l borde de un acantilado, vemos un rayo en el cielo y comienza a granizar. Alberto y Carlos corren, a mí me cuesta porque hay barro y se me pegan los pies. En la línea del acantilado aparece la figura de un nazareno con capirote que abre los brazos para asustarme. Me río, pienso que está de broma. Carlos me grita desde lejos que huya, que es la salamandra. Es verdad, hoy es la noche de la salamandra, pienso. Alberto y Carlos ya ha desaparecido. No puedo correr, la salamandra me atrapa. Grito y me despierto.
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Se supone que estoy en un hotel, pero se parece a la casa de mis padres. Tengo que ir al cuarto de baño, pero está ocupado. Busco un táper en el armario y orino dentro. Lo lleno hasta el borde. Pienso, si fuera espeso no se volcaría y mi deseo se cumple: parece que esté lleno de lemon curd. Llega gente y lo escondo bajo la cama. Dos chicos cambian las sábanas y colocan champús y jabones sobre las mesillas de noche. Uno de ellos me pregunta: ¿Eres la del zorrito? (se supone que a una compañera que me ayudó a algo le regalé un zorrito rojo de cerámica). Sí, soy yo. Nadie nunca nos regala nada, dice y me abraza. Y no te dio miedo el perro, añade. El perro sólo me llegaba por la rodilla, no tuve que hacer nada sólo ladrarle como él a mí. El chico es tan amable que no quiero dejarle mi lemon curd bajo la cama. En un descuido lo saco, lo tiro por el lavabo y limpio el táper. De repente ya estoy caminando por la calle. Llevo un frasco de perfume vacío en la mano.
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Estamos cenando con los amigos en un restaurante. Tenemos delante un montón de platos con queso morcilla y otras porciones pequeñas que no sé de qué son. Como sé que no podré con todo, le ofrezco a Francis que está frente a mí, pero tan alejado que no me oye. Emilio, a mi derecha, pone su comida en mi plato. Qué raro, pienso, él suele comerse lo que le sobra a los demás.
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Alberto dice que debemos devolver las piedras que cogí. Llevamos el maletero lleno. Después quiere ir al La Rosaleda para ver el primer partido que se jugará sobre adoquines. Me señala el arcén, hay montones de adoquines amontonados. Tiraremos las piedras en la playa, dice, pero aparcamos delante de lo que parece los servicios de una gasolinera. Transportamos las piedras sobre unas alfombrillas enormes y las dejamos sobre la tierra. Alberto se sienta, parece muy triste, no se mueve. Dice que no iremos al partido. ¿Qué te pasa? me he roto el tobillo, dice.